El día 1 de noviembre es el aniversario del fallecimiento de la muerte de mi abuelo materno y con motivo de dicha efeméride aprovecho para plasmar en el blog de mi web un texto que escribí hace unos años y que sigue -y seguirá- plenamente vigente. Se trata de unas líneas que escribí en memoria de mi abuelo, el yayo, el padre de mi madre, Agustín del Corral Llamas, porque a ellos, a mis abuelos maternos, los yayos, y a mi madre les debo todo cuanto soy o, al menos, todo cuanto de bueno haya en mí. Porque me inculcaron el sentido de la ética, porque fueron ejemplo y espejo en el que mirarse y, desde luego, una brújula moral gracias a la cual un servidor puede, orgulloso, ir con la cabeza muy alta y sentir la honda satisfacción de haber crecido y aprendido bajo el afecto, cariño, generosidad y esplendidez de las mejores personas que a uno le quepa imaginarse. Algo que no todos pueden decir. Un año más… GRACIAS infinitas a esas personas fundamentales cuya ausencia física solo intensifica el inconmensurable amor y la profunda gratitud que por siempre les profesaré.
Como creo que nada condensa mejor lo que pudiera decir que aquellas palabras que en su momento publiqué, un año más, lo transcribo prácticamente tal cual, pero esta vez, dicho texto que en ocasiones precedentes había aparecido en Facebook lo dejo en este blog.
*****[[Agustín del Corral Llamas – Un modelo, un ejemplo, un referente… Siempre en el recuerdo. ]]*****
He aquí el texto:
“Han pasado ya varios años. Y parece que fue ayer. Pero ha transcurrido ya tiempo desde su marcha. Por aquel entonces tenía yo quince años. Y, probablemente, aun con muchas lecturas y los años muy vividos, servidor no sería más que un idiota adolescente que vio morir una parte de sí con su marcha y que a pesar de haber disfrutado mucho de él y haber hablado de infinidad de cuestiones sintió el desgarro de no poder compartir más cosas, más momentos, más conversaciones, más reflexiones, más preguntas, más risas y chascarrillos, más humoradas y conocimientos. Hoy ya no soy ese adolescente. Y posiblemente sea menos idiota –aunque de esto no estoy tan convencido-, pero en tal caso habrá sido, en gran medida, gracias a él, a su modelo de conducta, a cuanto me enseñó y a todo cuanto nos transmitió a mi madre, su única hija, y a mí.

“Curro, cañamón, chamaco, calamar, Míchel…” eran algunos de los apelativos con que me llamaba -pues lo de “marsupial” siempre fue más un apelativo del ingenio de mi madre-. Yo, que desde temprana edad, mostré mi predilección por las cuestiones gramaticales y de Lingüística y que no era especialmente amigo de los números, conseguí lidiar con la matemática gracias a él, profesor mercantil, profe de mates durante muchos años (que ayudó a alumnos no solo en sus clases, sino en sus vidas) y posteriormente jefe de contabilidad del Ayuntamiento de Palencia (cuadrando cuentas que los políticos de turno descuadraban por irracionales caprichos) además de hijo de un licenciado en Ciencias Exactas (mi bisabuelo) muy reputado y amigo de Julio Rey Pastor (amigo, a su vez, de Santiago Ramón y Cajal). Junto a él (también junto a mi madre y mi abuela materna, la yaya) descubrí el mundo (esa inmensidad de la mar océana que tanto abruma y sobrecoge cuando la ve por vez primera al chaval del microrrelato de Eduardo Galeano y que le lleva a pedir a sus progenitores que le enseñen, le ayuden a mirar).

¡Cómo olvidar las largas jornadas de campo en el Monte El Viejo de Palencia disfrutando de la naturaleza o aquellas charlas en casa a media mañana mientras hacíamos crucigramas y autodefinidos! Él fue quien me hizo mi primer tirachinas o mi primer carné de “conductor de bici” y, según fui creciendo, me hacía depositario de legados familiares como quien entrega el cofre de sus más preciados tesoros. Multitud de ratos en La Coruña, en Toledo, en Palencia y en otros muchos sitios grabados ya definitivamente en nuestras retinas. Tantos y tan buenos recuerdos que es difícil condensar en pocas líneas –ni siquiera en mis extensos, inéditos y aún inconclusos escritos/memorias-. Es imposible olvidar su finísimo sentido del humor, su entrañable socarronería y profunda bonhomía, su talante diplomático y ecuánime, su sencillez en el trato, su sana perspicacia reflejada en sus claros ojos vivarachos y chispeantes e indeleble sonrisa, su estoica serenidad, su capacidad de sacrificio y su sentido de la ética.
Sin embargo, lo más impresionante de cuantas virtudes personales albergaba, que eran muchas, era su inmensa bondad e infinita generosidad –era espléndido hasta extremos inimaginables- que, excepción hecha de mi madre, en muy pocas personas he vuelto a ver. Cabe aplicarle a él lo que el poeta Ángel González decía de Alarcos: “La bondad, la inteligencia y la honestidad, virtudes que pocas veces se dan juntas en una misma persona, imprimieron carácter permanente a todo lo que hacía y a la manera en que lo hacía”. Su protección, aliento y cariño, como los de mi madre, a buen seguro resultaron fundamentales en el devenir de mi trayecto vital y no hay duda alguna de que gran parte de lo poco o mucho que de bueno haya en mí se lo debo a él, que no en vano fue mi padre moralmente hablando; huelga decir que me estoy refiriendo a mi abuelo materno Agustín, el yayo, quien siempre supo mantener encendida la llama de la ilusión al tiempo que su entrega a los demás –no siempre justamente correspondida- constituyó parte esencial de su ejemplarizante modo de ser. Quizá no haya mejor tributo a su memoria que el vivo recuerdo acompañado de infinita gratitud y de todo cuanto pueda cobijarse, en su máxima expresión, bajo la palabra GRACIAS”. (Miguel Á. del Corral)
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